Acerca de la creación poética
Acerca
de la creación poética, a partir de Juego
y teoría del duende de Federico
García Lorca, El poeta en el
libro Sombra del paraíso de Vicente Aleixandre, Palabras Liminares, en el libro Prosas
profanas y otros poemas de Rubén Darío, y Las vanguardias literarias en Hispanoamérica de Vicente Huidobro.
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Para Federico García Lorca[1],
el duende es un poder, es un no pensar que surge, emana y asciende por dentro
desde la planta de los pies hasta la voz y arriba de la mollera del artista en
el acto preciso de creación.
García Lorca
distingue el duende, del ángel que da luces, del ángel que vuela sobre la
cabeza del hombre, del ángel que derrama su gracia sobre el artista, y éste sin
ningún esfuerzo realiza su obra su simpatía o su danza.
En
igual manera lo distingue de la musa, de aquella que en ocasiones dicta, sopla
formas, despierta la inteligencia y se torna enemiga a muerte de la poesía, del
poema.
Considera
que para buscar y encontrar al duende no hay mapa, rutas de viaje trazadas ni
ejercicios, toda vez que el duende con su entusiasmo del iniciado, casi
místico, religioso, llega de visita sin que nadie lo espere, llega con sus
vendavales cargados de misterios, de milagros, y aparece de repente con su
furia abrazadora, pues el duende rechaza todos los planos viejos y toda la
geometría aprendida.
El
duende rompe de manera radical con todos los estilos, con todas las formas, y
se apoya en el dolor humano, en el dolor que siente y padece el artista en el
acto mismo de la creación en el cual se inmersa en el no pensar, y en ese
momento del no pensar es cuando le invade la voz, le invade el cuerpo entero, y
le invade de sensaciones de frescura totalmente inéditas, como si se tratara de
una gavilla de rosas de colores nunca vistos antes, recién brotadas.
García Lorca
afirma que en todas las expresiones artísticas el duende sale de visita, de
marcha, de ronda, pero en especial las expresiones que el duende gusta frecuentar
son la música, la danza, y la poesía hablada, toda vez que estas necesitan de
un cuerpo vivo, vibrante que lo acoja, que lo interprete, toda vez que el
duende nace y muere en los instantes de un modo perpetuo, y se manifiesta sobre
un presente exacto que desaparece al instante.
Del
anterior texto recibo que el duende es la voz interior del creador,
que el duende es esa voz abrasadora que con entusiasmo casi místico, brota de repente y recorre todo el cuerpo del iniciado en el delirio creador, en el duermevela;
esa voz que embiste como embisten los toros de casta en las arenillas de las plazas de toros de postín o de pocas soleras,
esa voz que embiste con sus cuernos de hambre, afilados, ceñidos al cuerpo del torero que se entrega a la danza de la muerte cercana sin pensar en los tendidos que lo aplauden o abuchean,
esa voz que transcurre en segundos, que se crea y borra en instantes de la gracia perfecta con lentitud pasmosa y entregada repetición de naturales, derechazos, belmontinas y estatuarios;
esa voz que se liga como una sinfonía inconclusa en redondeles con ese juego elástico de brazos y quiebre mágico de muñecas;
esa voz interior que surge de repente en medio del dolor y las brasas, en cualquier chimenea, en cualquier recoveco del día, en la noche callada, en la madrugada entera, en el insomnio suspenso, en el duermevela, en cualquier esquina de un barrio sin nombre, en cualquier rincón de la faena con la voz y el cuerpo enteros, vibrantes, sin que nadie la espere a ninguna hora, sin que nadie le hubiese concertado una cita, ni fijado agenda, porque el duende que no tiene nombre, apellido, domicilio conocido, ni teléfono celular donde llamarlo, es rebelde consumado, desobediente irrefrenable, y jamás le cumple ni le ha cumplido citas a nadie.
que el duende es esa voz abrasadora que con entusiasmo casi místico, brota de repente y recorre todo el cuerpo del iniciado en el delirio creador, en el duermevela;
esa voz que embiste como embisten los toros de casta en las arenillas de las plazas de toros de postín o de pocas soleras,
esa voz que embiste con sus cuernos de hambre, afilados, ceñidos al cuerpo del torero que se entrega a la danza de la muerte cercana sin pensar en los tendidos que lo aplauden o abuchean,
esa voz que transcurre en segundos, que se crea y borra en instantes de la gracia perfecta con lentitud pasmosa y entregada repetición de naturales, derechazos, belmontinas y estatuarios;
esa voz que se liga como una sinfonía inconclusa en redondeles con ese juego elástico de brazos y quiebre mágico de muñecas;
esa voz interior que surge de repente en medio del dolor y las brasas, en cualquier chimenea, en cualquier recoveco del día, en la noche callada, en la madrugada entera, en el insomnio suspenso, en el duermevela, en cualquier esquina de un barrio sin nombre, en cualquier rincón de la faena con la voz y el cuerpo enteros, vibrantes, sin que nadie la espere a ninguna hora, sin que nadie le hubiese concertado una cita, ni fijado agenda, porque el duende que no tiene nombre, apellido, domicilio conocido, ni teléfono celular donde llamarlo, es rebelde consumado, desobediente irrefrenable, y jamás le cumple ni le ha cumplido citas a nadie.
El duende
es esa voz interior que en el silencio y de repente con sus pasos de musgo
recién nacido, llega de visita con atavíos inéditos, siempre nuevos, jamás
repetidos, nunca vistos antes en ninguna tienda ni desfile de modas.
El
duende cuando llega, llega con pasos cargados de frescuras como arroyos de
sábilas en la garganta, como arroyos que nunca terminan de saciar la sed del
creador.
El duende cuando llega emana indistintos mitos, emana alegorías y expresiones inéditas convertidas en sentimientos, en latigazos que centellean en el instante preciso y en el instante preciso desaparecen, viven, mueren y renacen como una cascada de relámpagos que encienden el acto no pensado de la creación, que encienden el firmamento del creador, y todo ello ocurre en el preciso acto del creador con la palabra, la música y la danza, en el preciso instante cuando la musa, el ángel, la inteligencia y el no pensar se han ido de visita quién sabe dónde.
El duende cuando llega emana indistintos mitos, emana alegorías y expresiones inéditas convertidas en sentimientos, en latigazos que centellean en el instante preciso y en el instante preciso desaparecen, viven, mueren y renacen como una cascada de relámpagos que encienden el acto no pensado de la creación, que encienden el firmamento del creador, y todo ello ocurre en el preciso acto del creador con la palabra, la música y la danza, en el preciso instante cuando la musa, el ángel, la inteligencia y el no pensar se han ido de visita quién sabe dónde.
Para Vicente Aleixandre[2],
el amor y el dolor son el reino, el albergue, el refugio del poeta, carne
mortal que arrebatada por el espíritu arde en la noche callada, enciende en un
instante su frente desnuda, se eleva en el medio día poderoso e ilumina sus
palabras que dan muerte a los hombres.
Del anterior
texto me llega y recibo que en el poema la piedra canta y canta con el
resonante clamor de los bosques en cualquiera de las cuatro estaciones a las
que los violines de Antonio Vivaldi
un día cantaron.
En
igual sentido me llega que en el acto de creación el poema cae, gotea, brilla y
gotea como gotea el rocío sobre un botón de rosa de mayo recién nacido;
que en el poema se ve batir el deseo del mundo y aparece la tristeza del mundo con sus párpados dolorosos; que en el poema, las carnes del poeta arden en la noche callada y elevan su espíritu como si estuvieran lamiendo los cielos en el medio del día poderoso para dar muerte a lo previsible, para dar muerte a las frases hechas[3], a los lugares comunes.
que en el poema se ve batir el deseo del mundo y aparece la tristeza del mundo con sus párpados dolorosos; que en el poema, las carnes del poeta arden en la noche callada y elevan su espíritu como si estuvieran lamiendo los cielos en el medio del día poderoso para dar muerte a lo previsible, para dar muerte a las frases hechas[3], a los lugares comunes.
Para Rubén Darío[4], la
obra colectiva de los nuevos de América es aún vana, y muchos de los mejores
talentos se hallan en el limbo, en un completo desconocimiento del arte a que
se consagran.
Considera
que su literatura es suya en él, y que quien pretenda seguir sus huellas quizás
perderá su tesoro personal, porque el creador como paje o esclavo no debe
imitar a nadie, ni menos a él.
Afirma
que en su sangre quizás corren gotas de sangre de África, de indio chorotega o
nograndado; que en sus poemas le llegan visiones de países lejanos e
imposibles, y que si hay poesía en nuestra América, ella se halla en las cosas
viejas, en Palenke y Utatlán, en el indio legendario, y que al poderosos y
soberanos jamás los podría saludar con su idioma.
Advierte
que las palabras tienen alma, un alma que refulge en cada verso, y se conjugan
en una melodía armoniosa que el poeta debe tocar con su flauta encantadora en
los días en que el ruiseñor se ponga contento con su canto.
Del
anterior texto me llega y recibo que el creador con la palabra debe atender a
sus palabras auténticas, sin pretender imitar a nadie;
que las palabras que centellean en el poema le cantan a mundos nuevos, lejanos, imposibles,
le cantan a sus raíces, a la tierra, al hombre de la calle, jamás al trono de emperadores enchapados en oro viejo, jamás a los dictadores ni a los dueños de la guerra, de la muerte;
que el poeta de igual tiene abuelos que un día le escribieron cartas, versos, pero que en el acto de creación los abuelos no existen, porque no son las cartas de sus abuelos las que merecen repetirse ni plagiarse, sino sus palabras armoniosas como una melodía ideal, con un alma nueva, las suyas, las de su tierra, las que importan.
que las palabras que centellean en el poema le cantan a mundos nuevos, lejanos, imposibles,
le cantan a sus raíces, a la tierra, al hombre de la calle, jamás al trono de emperadores enchapados en oro viejo, jamás a los dictadores ni a los dueños de la guerra, de la muerte;
que el poeta de igual tiene abuelos que un día le escribieron cartas, versos, pero que en el acto de creación los abuelos no existen, porque no son las cartas de sus abuelos las que merecen repetirse ni plagiarse, sino sus palabras armoniosas como una melodía ideal, con un alma nueva, las suyas, las de su tierra, las que importan.
Para Vicente Huidobro[5], el
poeta, el creador con la palabra, cualquier día se levanta y grita a la madre
tierra: “! No te serviré más en calidad de
esclavo!”, “!Seré tu amo!”,
“!Me serviré de ti!” “No te reniego ni
maldigo, pero me libero de ti” pues ya tengo edad para andar solo por mis
mundos!”, y grita su independencia frente a la madre naturaleza, toda vez que
no quiere seguir cantando a la naturaleza (cosa que a ella bien poco le
importa) ni desea seguir describiendo sus distintas emociones ni imitándola en
sus manifestaciones diversas, y por el contrario desea y anhela crear mundos
nuevos que no se parezcan a los mundos de ella; mundos posibles en un mundo de
palabras que tenga su fauna y floras propias que solo el poeta puede crear, y
el poeta le exclama:
“De
ahora en adelante no le cantaré a la lluvia sino que haré llover, y tendré mis
árboles que no serán como los tuyos, tendré mis montañas, tendré mis ríos y mis
mares, tendré mi cielo y mis estrellas, y ya no podrás decirme: ese árbol está
mal, no me gusta ese cielo, pues yo te responderé que mis cielos y mis árboles
son los míos y no los tuyos y que no tienen porqué parecerse”.
Considera
que en el Arte de la Poética, el
verso es como una llave que en su multiplicidad como lo considera Ítalo Calvino, abre mil puertas e
inventa mundos nuevos que deben estar huérfanos de adjetivos, pues cuando estos
no dan vida, matan el verso, matan el poema, matan su canto y sentimiento.
Afirma
que en la poesía, el lenguaje
rompe con las convenciones, toda vez que las palabras pierden su representación
estricta y adquieren otra identidad más profunda en un vocabulario infinito, en
un vocabulario rodeado de un aura luminosa que debe sacar y elevar al lector
del plano habitual.
En
términos más concretos podríamos decir que las palabras en el poema deben
alejarse de los lugares comunes, de las frases hechas, de los tópicos,
alejamiento que se realiza para crear otros mundos nuevos y envolver al lector
en una atmósfera encantada, envolverlo en la palabra creada fuera del mundo que
existe, en la palabra recién nacida cuya precisión no consiste en describir o
en denominar las cosas, sino en alejarse del alba.
En el
poema la palabra hace cambiar de vida a las cosas de la naturaleza y se mueve
en el caos de lo innombrado.
En el poema la palabra alumbra rincones desconocidos y estalla en fantasmas inesperados, estalla en la palabra inédita rodeada de un aura luminosa que debe elevar al lector a una atmósfera encantada.
En el poema la palabra alumbra rincones desconocidos y estalla en fantasmas inesperados, estalla en la palabra inédita rodeada de un aura luminosa que debe elevar al lector a una atmósfera encantada.
Vicente Huidobro
considera que el valor del lenguaje de la poesía, aumenta en razón directa de
su alejamiento del lenguaje común con que se habla, toda vez que la poesía como
acto creador que tiende sus brazos al último límite y horizonte de la
imaginación siempre es un desafío a la razón en donde todas las lógicas se
rompen.
En
efecto, el rompimiento de todas las lógicas de las cuales se ocupa la poesía,
como acto creador trata del único desafío que la razón puede aceptar, lo cual no
ocurre por ejemplo en la creación narrativa, en el cuento, en la novela en
donde la obra debe no informar sino mostrar[6]
y presentizar[7]
lo que relata; presentización en la cual opera la verosimilitud y opera lo que
los entendidos en creación narrativa denominan suspensión de la incredulidad.
En
otras palabras, la poesía es un lenguaje de creación de mundos nuevos, y se
trata de un lenguaje creativo en donde en la garganta del poeta el universo
busca su voz inmortal, y como lenguaje del paraíso y del juicio final está
antes del principio del hombre y después del fin del hombre.
Vicente Huidobro
advierte que el poeta representa el drama angustioso que se realiza entre el
mundo y el cerebro humano, entre el mundo y su representación, y con sus
palabras creadas descubre las alusiones más misteriosas del verbo para
condensarlas en un plano superior, para entretejer palabras con su discurso; entretejido
en donde lo arbitrario pasa a tomar una dimensión discursiva encantadora, toda
vez que el lenguaje se convierte en un ceremonial de conjuro y se presenta en
la luminosidad de su desnudez inicial ajena a todo vestuario convencional
fijado de antemano y tiende hacia el último límite de la imaginación.
Al
referirse a la Creación Pura,
identifica las diferentes fases o aspectos bajo los que el arte se ha
presentado, así: arte inferior al medio (arte reproductivo de la naturaleza en
donde la razón intenta hacerlo con la mayor economía y sencillez de que el
artista es capaz), arte en armonía con el medio (arte de adaptación), arte
superior al medio (arte creativo), predominio de la inteligencia sobre la
sensibilidad, armonía entre la sensibilidad y la inteligencia, predominio de la
sensibilidad sobre la inteligencia, y puntualiza afirmando que toda la historia
del arte, no es sino la historia de la evolución del Hombre-Espejo hacia el
Hombre-Dios en donde aquél se separaba mas y mas de la realidad preexistente
para buscar su propia verdad y para entrar en la creación de mundos nuevos
posibles.
En esa
medida, considera que el artista obtiene sus motivos y elementos del mundo
objetivo, los transforma, combina y devuelve al mundo objetivo bajo la forma y
contenidos de nuevos hechos, nuevas realidades cósmicas que crea e inventa
alejado de la fría razón, en un estado de super-conciencia o delirio poético
que transforman el carbón en diamante, pero al unísono con el calor de su alma.
En otras palabras, se trata de nuevas realidades cósmicas que constituyen los
referentes de la creación pura, de la estética y teoría del arte.
Vicente Huidobro
recomienda a los poetas que no le agreguen poesía a los fenómenos de la
naturaleza que en su existencia, que en su ontología de por sí ya constituyen
un poema, que no le agreguen poesía a las cosas que ya la tienen sin necesidad
de ellos.
En
igual sentido Huidobro recomienda a los poetas que no dejen los
poemas tirados a la suerte, toda vez que sobre la mesa, sobre el escritorio del
poeta no hay tapetes verdes, y les recomienda crear poesía, pero no alrededor
de las cosas, ni narrando ni describiendo las cosas, sino inventándolas, toda
vez que el poeta no debe ser instrumento de la naturaleza, sino que por el
contrario hace de la naturaleza su instrumento para lograr versos que no
existen de antemano, para lograr versos que no tienen contacto directo con los
objetos del mundo externo. Lo anterior bajo el entendido que el poeta no debe
imitar ni reproducir más a la naturaleza, pues al poeta no se le concede el
derecho de plagiar a Dios.
Vicente Huidobro
en lo que corresponde a lo que él denomina Creacionismo,
bajo el entendido que la primera condición del poeta es crear, la segunda es crear y
la tercera es crear, considera que un
poema solo es tal cuando existe en él lo inhabitual toda vez que es en lo
inhabitual donde se logra que el poema inquiete. En igual sentido considera que
desde el momento en que un poema se convierte en algo habitual o previsible[8]
como todos los previsibles que matan el arte de la ficción, se convierte en un
algo que no maravilla, que no inquieta.
En el
creacionismo del poema se enhebran palabras cotidianas en un filamento, toda
vez que cuando un poema se convierte en algo habitual, en una utilización de
frases entendidas como lugares comunes[9],
de frases hechas, repetidas, o una reproducción simple o mejor simplona de las
cosas, ocurre que lo escrito de esa manera no emociona, no maravilla ni
inquieta y deja de ser un poema para convertirse en un verso mas de los entre
tantos versos que por ahí flotan en las orillas de siempre de algunas páginas
olvidadas que nadie recuerda, pero que no navegan hacia lo inefable.
Para Vicente Huidobro el poeta es un motor de
alta frecuencia espiritual, es quien da vida a lo que no la tiene; cada
palabra, cada frase adquiere en su garanta una vida propia y nueva y utiliza
palabras que se anidan de manera palpitante en el alma del lector.
Para Vicente Huidobro ser poeta consiste en
tener una dosis tal de particular humanidad, que pueda conferírsele a todo lo
que pase a través del organismo cierta electricidad atómica profunda, cierto
calor nunca dado por otros a esas mismas palabras, cierto calor que hace
cambiar de dimensión y color a las palabras.
Del
anterior texto me llega y recibo que en el acto de creación del poema en sus versos,
relámpagos y contenidos: no existe la verosimilitud ni la suspensión de la
incredulidad que se evidencia en la creación narrativa, en el cuento, en la
novela, en donde por adelantado al leerlos se firma un pacto de aceptar que se
trata de una mentira, de una invención, que se trata de un mundo posible en el
que interactúan ficción y realidad, realidad y ficción, mundos ideales,
idealizados, imaginados y mundos objetivos.
En igual sentido me llega que el poema en ada parte y en todo el conjunto se
muestra y relampaguea como un hecho nuevo en absoluto independiente de la
realidad, del realismo, de la verosimilitud, de la suspensión de la
incredulidad, desligado del mundo externo y de cualquier otra realidad fenoménica
que no sea la propia, pues el poema toma su puesto en el mundo como un fenómeno
distinto de los demás fenómenos comunes; valga decir, toma su puesto en un mundo
nuevo[10]
en el que incluso se rompe con todas las lógicas y leyes físicas que rigen el
mundo objetivo, el mundo social y la naturaleza conocida y dominada.
germanpabongomez
Villa de Leyva,
verano de 2014
El
Portal de Shamballa
[1] Federico García Lorca, Juego y Teoría del duende, Biblioteca
Universal.
[2] Vicente Aleixandre, El poeta, en el libro Sombra del Paraiso, Obras
competas, extraído de José María Pozuelo
Yvancos, Poéticas de Poetas, Teoría, crítica y poesía, Madrid,
Biblioteca nueva, 2009, pp.152.154.
[3] “En resumen, la cuestión como
ya apuntábamos en el apartado intitulado El arte de la palabra –sobre el
aconsejamos volver en este punto- es que, dado que se trata de presentar un
mundo diferente, hay que hacerlo de forma asimismo diferente, de manera que
produzca en el lector un efecto de extrañeza: el efecto de encontrarse, como ya
hemos dicho y repetido, no frente a la nuda realidad, sino frente a una
realidad otra, la realidad de ese segundo mundo que la novela (que el poema)
configura. El mundo nuestro de cada día y los hechos que en él ocurren, ya está
ahí a nuestra vista o, como muchos, descrito y relatado en los periódicos o
presentado a través de imágenes de la televisión. Si queremos hacer arte, no
podemos limitarnos a presentar el mundo otra vez (…)
E igual ocurre
con los ambientes. El ambiente de una novela (lo que de igual vale para el
poema) debe ser el ambiente del segundo
mundo, no el ambiente del mundo real.
Y esta es una de las razones por las cuales un escritor de novelas (e igual un
creador de poemas) debe huir de los
conceptos manidos, de las palabras gastadas por el uso.
En el lenguaje común hay muchos discursos importantes, muchos militares aguerridos, muchos jóvenes apuestos, muchos mentones prominentes, muchos pasillos tenebrosos, muchos sucesos luctuosos, muchas cuevas lóbregas, muchos soles deslumbrantes, muchos labios rojos, muchos entierros que son sentidas manifestaciones de duelo, muchos encogimientos de hombros, manos que se lleven al mentón, entrecejos fruncidos, brazos abiertos, grandes zancadas, gente que va y viene por la habitación como un león enjaulado etc.
Pero que llamemos la atención sobre esto como sobre algo que se debe evitar –el escritor, como ya veíamos en el capítulo dedicado a El arte de la palabra, debe evitar por principio los tópicos, los lugares comunes, las frases hechas, etc.- no quiere decir que a priori descartemos o condenemos como no literario el lenguaje que contenga un factor de esa índole. Si el escrito al utilizarlo, introduce un distanciamiento irónico o establece un contraste, puede que el uso de la expresión más condenable, apriorísticamente pase no solo a ser permisible, sino a constituir un acierto”. Manuel García Viño, Teoría de la novela, Anthropos, Barcelona, 2005, p.p. 89 y 90.
En el lenguaje común hay muchos discursos importantes, muchos militares aguerridos, muchos jóvenes apuestos, muchos mentones prominentes, muchos pasillos tenebrosos, muchos sucesos luctuosos, muchas cuevas lóbregas, muchos soles deslumbrantes, muchos labios rojos, muchos entierros que son sentidas manifestaciones de duelo, muchos encogimientos de hombros, manos que se lleven al mentón, entrecejos fruncidos, brazos abiertos, grandes zancadas, gente que va y viene por la habitación como un león enjaulado etc.
Pero que llamemos la atención sobre esto como sobre algo que se debe evitar –el escritor, como ya veíamos en el capítulo dedicado a El arte de la palabra, debe evitar por principio los tópicos, los lugares comunes, las frases hechas, etc.- no quiere decir que a priori descartemos o condenemos como no literario el lenguaje que contenga un factor de esa índole. Si el escrito al utilizarlo, introduce un distanciamiento irónico o establece un contraste, puede que el uso de la expresión más condenable, apriorísticamente pase no solo a ser permisible, sino a constituir un acierto”. Manuel García Viño, Teoría de la novela, Anthropos, Barcelona, 2005, p.p. 89 y 90.
[4] Rubén
Darío,
Palabras Liminares, En el libro
Prosas profanas y otros poemas, Librería de la Vda de C. Bouret, Buenos Aires,
1908, pp. 47 a 50.
[5] Vicente Huidobro, Las vanguardias literarias en Hispanoamérica,
México, Fondo de Cultura económica, 1995.
[6] “Poner ante los ojos,
representar acciones, captar la maravilla de la vida común, transmitir ese lado
insospechado que encierran los sucesos más corrientes, los objetos humildes,
los gestos de todos los días (…) Como podéis imaginar, cualquier profesor de
escritura creativa dedica buena parte de sus cursos a ilustrar infatigablemente
la diferencia que hay entre <decir> y <mostrar>: explicarle al
lector algún dato de la historia o hacérselo tangible a través de una acción
(…) Por lo que a mi respecta, yo diría que un relato ha capturado mi atención a
partir de ese momento en que comienza a proyectarse en mi mente una especia de
película ininterrumpida. Claro que igual es cosa mía (…) Ahora bien: esta
diferencia archisabida entre decir y mostrar, explicar un dato a los lectores o
representarlo en acción ¿es a fin de cuentas tan importante como pretendemos
los profesores de escritura creativa? Pues yo pienso que sí. Y si algunas veces
nos ponemos pelmas (o un poco más pelmas de lo necesario) podéis estar seguros
de que hay motivo para la insistencia. No es lo mismo explicar una historia que
contársela a los lectores, reflexionar sobre un personaje que retratar sus
acciones de un modo vivo y concreto” Ángel
Zapata, La práctica del relato, Fuentetaja,
Madrid, 2007, pp. 79, 81, 82 y 83.
[7] “Hacer presente la realidad
delante del lector, con la mayor claridad, expresividad, bulto y consistencia
es lo específico de la novela, lo que la distingue de las demás especies
narrativas. Claro que esa que llamo presentización basta que sea dominante, es
decir, que sólo es exigible para los momentos decisivos, en cuya elección intervendrá
el buen uso de la elipsis por parte del novelista; porque si todo se
presentizara delante del lector –que es en lo que consiste verdaderamente
novelar- las obras novelísticas podrían resultar interminables y, por lo mismo
insoportables. Por eso es una licencia no sólo perfectamente admisible, sino
aconsejable, acudir al relato cuando la elusión completa no sea aconsejable,
para enterar al lector en unas pocas páginas de lo que de otra forma hubiese
necesitado de muchas páginas de novela (…) El novelista no refiere unos hechos
sino que los hace presentes delante del lector. Es en esta presentidad de la
acción en lo que se basa, como he dicho, lo específico novelístico, y ella no
se logra mediante el lenguaje únicamente, sino mediante el enfoque y mediante
la forma de presentación de la realidad. Están equivocados los novelistas,
críticos y lectores que creen que la materia de una novela es la palabra. No:
la materia novelística es la realidad novelada”. Manuel García Viñó, Teoría
de la novela, Anthropos, Barcelona, 2005, pp. 75 y 77.
[8] “Escribir es cuestión de
detalle. Según acabamos de estudiar, los personajes, los objetos, las acciones
y los escenarios que dan cuerpo a una historia (lo cual consideramos vale de
igual para el poema) han de ser únicos y peculiares, y el autor de ficciones (y
el creador de poemas) debe elegirlos con cuidado, huyendo siempre de lo
previsible. Con todo ello –eso también- quizá os parezca que me alejo un poco
del objetivo de este libro, donde no se trata tanto de <qué> escribir,
sino más bien de <cómo> hacerlo. Bueno: pues como podéis imaginar, lo que
ocurre es que el <qué> y el <cómo> no siempre resultan separables
en una obra literaria. Y si me permitís un juego de palabras, os diría que
igual que sucede en la vida propia, también en el espacio de la ficción lo
pre-visible no es visible. Hay que evitar lo previsible, porque le resta
visibilidad a cualquier narración” Ángel
Zapata, ob. cit., pp. 102 y 103.
[9] “Desde que uno comienza a
escribir, ha de dejar entre paréntesis toda esa vida ya inventada; el lado
rutinario de las cosas: lo que el lector ya sabe de carretilla. Todos los
profesores tenemos manías. Yo no es que esté orgulloso de mis manías, pero me
pone de los nervios tener que leer lo que ya sé. Y sé de un montón de cosas, no
creáis: sé que los días de primavera son radiantes, que la sequía es pertinaz,
que por regla general los negros tienen un sentido rítmico más acusado que los
blancos; sé que en el campo se respira mejor que en la ciudad, que todos los
fines de semana hay embotellamientos en las carreteras de vuelta a Madrid; sé
que el cielo es azul, la leche blanca, que los hijos pequeños molestan en las
casas cuando se ponen a hacer el indicio, y que el diablo tiene cara de conejo.
Sé tantísimas cosas, naturalmente por la simple razón de que estas son las
cosas que todo el mundo sabe. Y precisamente con todas estas cosas hay que
tener muchísimo cuidado en la ficción escrita, porque impiden jugar. Podéis
imaginar un encuentro de fútbol donde los dos equipos se dedicasen a repetir un
partido que ya disputaron hace unos meses? Yo no soy aficionado al fútbol, pero
un efecto completamente semejante es el que me producen, dentro de una ficción,
los tópicos, lo previsible, lo consabido, las frases hechas, esa escritura
amodorrada, maquinal, inerte, que se complace en informarme sobre un montón de
cosas que conozco al dedillo”. Ángel
Zapata, La práctica del relato, Fuentetaja,
Madrid, 2007, pp. 142 y 143.
[10] “Hay que hacer notar, por otra
parte, que cada vez que se alude a un mundo (poético) novelesco se tiende a
pensar en una recreación de ambientes, personajes, paisajes rurales o urbanos,
etc., tal y como los conocemos en la realidad. Pero lo cierto es que eso no es
un mundo, eso es todavía el mundo, que ya estaba creado y no había por qué –no
hay por qué repetirlo-. La creación de un mundo (poético) novelístico hace
alusión más bien, debe hacer alusión mas bien, a algo distinto a la realidad
existente, algo que parte de ésta y la refleja en cierto modo, pero que en sí mismo
es otra cosa, como lo hemos nombrado ya varias veces: un segundo mundo” Manuel García Viñó, Teoría de la novela, Anthropos, Barcelona, 2005, p. 82.
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