El cóndor tuerto



Pasadas las siete y media de la mañana, el maestro se encaminó hacia el taller con los bocetos de una figura que se alcanzaba a ver con los brazos serruchados a la altura de los hombros, mutilado abajo del ombligo, con la cabeza descuajada, como si fuera un arrume de huesos colgados en la espalda. Eran unos bocetos que dibujó al carboncillo, en unas servilletas nacaradas, mientras desayunaba con caldo espeso de mollejas y riñones de cordero asados en la hornilla. Además, alcancé a escuchar que acariciaba el propósito de cuajar los últimos retoques a una escultura en hierro colado que llevaba por nombre Escalera al paraíso. Serían por ahí las tres y media de la tarde cuando terminó de pulirla, cuando la Escalera al paraíso, de repente se movió solita. El maestro la miraba con regocijo sereno, a la vez que los trashumantes en hierro colado, en fila, enganchados de los dedos meñiques, siete en ascenso, uno detrás del otro, se movían de manera liviana como si estuvieran flotando. Por el gesto de asombro que puso cuando peló los dientes que castañearon, y cuando abrió los ojos que parecían hallarse a punto de saltar de las ojeras, trasmitía la impresión de no creer lo que sus ojos presenciaban, pues los siete trashumantes, en la base, tan sólo tenían de apoyo, dos puntos de soldadura. Con las punticas de las falanges puestas encima de los escalones como si anduviera gateando en cámara lenta, al parecer el maestro vislumbraba que ascendía con ellos. La puso al lado de otra escultura en bronce, para él, quizás la más emblemática de todas las que había fraguado en su trayectoria de orfebre del metal fundido. En una de esas noches de alboroto, a Rogelio y Saturnino se les ocurrió soplarla con aguardiente, y la apodaron Casimiro. Era un homenaje a un cóndor esquelético, desplumado, que calendarios atrás encontró atrapado entre unos matorrales, y después de curarle las gusaneras en las llagas, como a los cinco meses, recuperado en plumajes, liberó una madrugada de un octubre tempestuoso. Era un cóndor tuerto del ojo izquierdo que a pesar de llevar un poquito mochos los plumajes a lado y lado, tan pronto le abrieron la jaula, dando tumbos, como asiendo pista para el decolaje, comenzó a correr en espirales, desarrugó las alas, las agitaba con desespero, y al cabo de cincuenta y cinco metros, al fin de varios aleteos, pudo levantar el vuelo de manera no tan forzada. Todavía recuerdo que, cada dos o tres años, en los remates de octubre, cuando se cumplía otro aniversario de su liberación, desde quién sabe dónde, asomaba, y se veía majestuoso sobrevolando en semicírculos, por allá entre las montañas alejadas. Era un espectáculo avistarlo cuando poco a poco se acercaba a la casona de la hacienda, y regresaba. Durante algunos veinticinco minutos se posaba, imponente, en la cresta de un roble anciano, a un lado del chiquero sin marranos en donde el maestro lo mantuvo en curaciones, extendía, zarandeaba las alas, las juntaba como si estuviera regalando palmoteos, y miraba hacia el firmamento, coloreado de distintos anaranjados, con el pico clavado por allá en puntos lejanos.

Germán Pabón Gómez

El Portal de Shamballa
Popayán abril de 2014

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