El extraño


Esa tarde de granizos, el maestro se veía sonriente, descubría en el semblante un regocijo abrillantado, como si estuviera saboreando a plenitud el cumpleaños y la alegría navideña, a punto de empezar la rumba. 


Había corrido una jornada azotada por granizos, los truenos no cesaban de anunciar tempestades, pero, a su vez, había trascurrido una mañana entera y media tarde, bastantes creativas, satisfechas con la arcilla. La escalera al paraíso se había movido solita, y además, tan sólo le faltaba un poquito para terminar un busto tallado, en cedro morado, que llevaba por nombre Chancaca. 


En la cueva agreste, los violines de las cuatro estaciones de Vivaldi se escuchaban nítidos, vaporosos, pero por encima de los violines de verano, otoño, invierno y primavera, se escuchaba el golpeteo de granizadas que martillaban los tejados de la casona de la hacienda.


El maestro se sentó en un trono de cuero tallado en el espaldar, frente al escritorio de madera rústica, puso los codos encima del escritorio, cerró los ojos diminutos, inclinó de manera lenta la cabeza, a manera de orejas puso los brazos detrás de la cabeza, anudó los dedos en la nuca, y así, permaneció sosegado durante diez minutos largos, mientras el clavicordio calmoso de Arthur Rubinstein acariciaba las nubes con el preludio nocturno de Chopin. 


En seguida, con parsimonia alzó la cabeza, sonrió como si disfrutara del cumpleaños sesenta y no sé cuántos, y por el semblante de regocijo, abrillantado, transmitía la imagen como si apeteciera celebrarlo con Rogelio, Saturnino, y meterse unos aguardientes. 


Entonces, cediendo a los antojos de calentar la garganta, empuñó una bombona de aguardiente caucano, y desenroscó la tapa con un mordisco. Se sirvió dos tragos dobles para espantar el frio de ocho grados que le temblaba en la cumbamba, en las costillas, apretó las copas medianas, de plata de ley novecientos, chocó las copas en subida, en bajada, y en seguida, brindó, bebió a sorbitos, bebió hasta el fondo. 


De inmediato, prendió el computador de mesa, al parecer con el propósito de revisar el correo electrónico, toda vez que en un papelito anaranjado que se hallaba pegado en la pantalla, se alcanzaba a leer, en letra menuda, escrita con marcador vino tinto: “verificar fecha, exposición, Managua”. 


En el escritorio de madera rústica, alrededor del computador de mesa, se hallaban abiertas, en desorden, algunas obras de Albert Camus, Elías Canetti, y algunos cuentos de Nathaniel Hawthorne: los autores de sus leídas habituales. Las cerró una por una, teniendo el cuidado de dejar señalado con un separador, las páginas en donde llevaba las lecturas. Las puso unas encima de otras, ordenadas en tres montañitas. 


Cuando se hallaba a punto de digitar la clave del correo electrónico, timbró el teléfono celular cinco veces. Al observar en el identificador de llamadas que anunciaba un número de celular no registrado entre los contactos, permitió que timbrara hasta cuándo enmudeció. Pasaron por ahí unos tres o cuatro minutos, cuando de nuevo repicó el teléfono y a la quinta timbrada como si abrigara pocas ganas de gastar palabras, se animó a contestar la llamada. Por el gesto de sorpresa que puso, con los ojos saltados, mandíbulas desencajadas, palideció y se puso tembloroso como si acabara de avistar un fantasma aleteando en su estaca. Como a los veinticinco segundos, identificó la voz de quien lo había llamado, pronunció su nombre una sola vez, pero de ahí en adelante, tan sólo, le decía: señora. Quién se iba a imaginar tremenda llamada, en plena nochebuena, y menos a esa hora. ¡Era Irene!, con quien no cruzaba palabras, desde hacía veinticinco años.


Charlaron por ahí unos trece o quince minutos, pero al maestro, como se puso de pálido y desencajado, algo extraño le sucedía: con intervalos de treinta segundos pasaba el teléfono celular de una oreja a otra, columpiaba la cabeza hacia atrás, hacia delante, y la paralizaba como si estuviera metiendo el freno de emergencia. Por las palabras que silabeaba, entrecortadas, los labios secos, temblorosos, trasmitía la imagen como si trasegara dificultades para responder: sólo se le escuchaban trancones en la lengua.


Cuando colgó el teléfono celular meneó las mandíbulas a lado y lado, arrugó la frente deprimida con la actitud de quien asume un desafío de malagana, se mordió los labios inferiores, con cierta bronca, como cuando alguien pone un gesto de repudio hacia el otro a quien mira de reojo, y con dificultad, atollada la garganta, se tragó la saliva entera. Tal vez, era una saliva sin rencor, quizás demasiado espesa, en donde no cabían una aguja, un gemido, una saliva que no conservaba el sabor a tinieblas, a ceguera, una saliva que quizás no retenía el sabor de la amargura, el sabor a hierro destrozado, de la espera incierta, ni el sabor de nada.


Cuando terminó de tartamudear con Irene, se cosquilleó con los dedos de la mano izquierda la piel fláccida del cuello, y de inmediato se dirigió hacia el anaquel central de la rinconera, en donde se hallaba la escultura de una figura esquelética, de pómulos hinchados, con un taparrabo que de manera mísera le cubría la cintura. Los ojos se hallaban ocultos, revestidos con un cabestrillo de hoja lata; la columna arqueada, los brazos alzados como tenazas furibundas escarbando el firmamento, y las muñecas amarradas con una cabuya mugrienta. Las garras sostenían un cofrecito de madera. En el interior del cofrecito de madera, el maestro guardaba una habichuela de plata de ley añeja; un ejemplar de amuleto de esos de antaño, de esos que ya nadie elabora en las joyerías, ni nadie se cuelga en el cuello. Por lo que alcanzo a recordar, esa habichuela de plata de ley añeja le afloró de sopetón, como a la tercera vez, cuando introdujo una cucharita de tagua en un pote de cerámica que contenía crema picantica de maní casero. 


Eso, aconteció un mediodía, en un treinta y uno de diciembre, cuando empezaba el almuerzo atrasado a cucharadas llenas, cuando de antojado le aflojaron tragaderas de untarle ají de maní casero a los tamales de pipiam, de revolverlo en el sancocho de guineo, y aconteció seis días después de que Irene se marchó para Toribío.




Germán Pabón Gómez
Popayán abril de 2014
El Portal de Shamballa

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