Soledad sin medida


Todavía lo tengo presente, desde esa noche, una noche fresca, sin luna y tranquila, cuando se marcharon  y nunca regresaron quienes vivían en el Portal de Yanaconas, cuando el maestro anduvo dando tumbos por los potreros, cuando emprendió la huida sin detener los atajos, cuando se convirtió en comensal y sólo comensal de su soledad sin medida, no durmió, jamás, en el colchón desnudo de la cama doble del matrimonio, no ingresó, para nada, a la habitación espaciosa que un cuarto de siglo atrás fue de Irene y también la suya, no retornó con ningún pretexto a la sala, al comedor principal de la casona, ni a la habitación del ginecólogo y la pediatra.

Allá en el Portal de Yanaconas parecía como si la neblina espesa que descendía enroscada desde la cresta del volcán Puracé, se hubiera aposentado en los lares, en las esquinas, y aflojaba la impresión como si todo se hubiera desvanecido en el extravío. En las madrugadas cuando el maestro transitaba de largo hacia el óvalo de cristales, hacia a la orilla del río manso, hacia la enramada, hacia el taller, hacia el fogón de leña, miraba de reojo los portones y ventanales, los cuales permanecían entreabiertos, como si venteados esperaran el regreso de los otros, el regreso de quienes se marcharon y nunca regresaron.

La errancia del maestro se descubría encadenada a esos vacíos sin preguntas en los que sospechando la respuesta, no encontraba respuesta para ninguna pregunta. El maestro se había desprendido del Portal de Yanaconas, de los alrededores de la casona de la hacienda, de casi todo: hasta del taller que construyó en medio de un cercado de guaduales. Aquellos lugares que eran ajenos, que no eran suyos, sólo prestados, despojados en lo extraño, eran los únicos peajes mudables de su errancia discontinua, y esa carencia de apegos, poco a poco, lo transmutaron, como él repetía: “en el único poseedor de su soledad aplastante, de su soledad sin medida”.

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