Poética de la soledad



Hacía muchos calendarios, casi un cuarto de siglo, que el maestro dormía en una buhardilla, y hacía no sé cuántos almanaques se lo veía enhebrando palabras en solitario, y de un momento para otro se ponía a echar lengua con Sacha. 

En la buhardilla que le servía de asilo, se hallaba una cama sencilla, construida en guadua, parecida a esos catres que conservan en su aposento los monjes agustinos, además, se veía una mesita de noche redonda, y un taburete de un metro escaso de largo, tapizado en su asiento con tela de costal. En la mesita se ubicaba un transistor Sony, de doce bandas, y un candelero de cobre, de tres brazos, con un pucho de vela de cera de abejas, en el centro, que encendida en las noches lo acompañaba con su llama sesgada.

Las paredes de la buhardilla, de arriba abajo, se descubrían forradas con papel de colgadura, color mandarina, que expelían un olor ligero a sándalo. Arrimada a la pared del lado izquierdo, se levantaba una estantería construida con tablones, barnizados con aceite de motor quemado, de cuatro anaqueles, que se veían soportados en el medio, en las esquinas, con ladrillones corrugados a la vista. En las rinconeras reposaban algunos códigos penales sin vigencia; agonizaban como quince carpetas abultadas de cartón manila, al parecer con sus mejores alegatos como defensor ante el jurado de conciencia; una máquina de escribir Olivetti, demasiado oxidada, sin las teclas de las vocales, y un arrume de expedientes, amarrados con cabuyas mugrientas, con las carátulas aceitunas demasiado enmohecidas. 

Al parecer eran los últimos mamotretos de asesinatos y otros delitos menos punzantes en los cuales se ocupó el maestro, en aquellas épocas, cuando laboró como auxiliar de una magistrada que apodaban La tuerta, quien a través de su marido exigía entre ciento cincuenta y trescientas vacas o novillas, a cambio de eximir o rebajar la pena a los implicados, según el caso.

Desde la buhardilla divisaba una terraza en cuyo centro se hallaba a la intemperie una mesa ovalada cubierta de lama de distintos morados, y alrededor seis taburetes construidos con orillos de pino. El maestro se descubría tan acostumbrado a la clausura en donde vivía apartado de la ciudad blanca y su algarabía que después de un cuarto de siglo de dormir asilado en la buhardilla, aun le sorprendía despertar de madrugada, enrollar las persianas, asomarse a los ventanales y encontrarse con la esplendidez del amanecer en el campo. 

El maestro no necesitaba despertador, pues la una, las tres y las cinco en punto se las cantaba un gallo veterano rumbo que roncaba a esas horas como si le estuvieran torciendo el pescuezo. Desde el camastro, a través de los ventanales, entre el marco de una espesura de araucarias y sauces llorones que entretejidos alineaban dos hileras que parecían un callejón en embudo, se insinuaban las faldas del volcán Puracé. 

Al despertar, saltaba del camastro, enrollaba las persianas de carrizo, se asomaba a los ventanales, divisaba el jardín ovalado, repleto de brevas, nísperos, frambuesas, duraznos, alcanzaba a percibir el olor meloso de las frutas, el olor a boñiga fresca, el olor a leche recién ordenada, y el soplar de la brisa que chocaba contra los cristales. 

Cuando el maestro emigraba de la buhardilla, bajaba las escaleras de caracol que conducían al primer piso, abría el portalón de entrada a la casona de la hacienda, recorría un sendero tapizado de adoquines que comunicaba la casona de la hacienda con un establo, en donde mugían cincuenta y cinco vacas holstein con sus terneros mamones; recorría unos quince o veinte metros, y se dirigía a la enramada, contigua a la casona de la hacienda, al lado del fogón de leña, a la mesa de siempre, donde desayunaba con tamales de pipiam, café recién colado, endulzado con panela, y con arepas de choclo asadas al fuego. 

Las jornadas, con reincidencia, transcurrían entre la buhardilla y el óvalo de cristales a la orilla del río, entre el taller y el río manso que cantaba noche y día; se le fugaban entre el escritorio, el cuarto de estudio y la buhardilla.

Cuando regresaba a la casona de la hacienda, sin detenerse en otros cobertizos, se dirigía a la enramada y sentaba en un taburete al lado del fogón de leña, en donde le servían el almuerzo, la cena atrasada. En el cuarto de estudio dibujaba bocetos de tallas en madera, esculturas en bronce, hoja lata, hierro colado, y con intervalos de seis o siete noches, de por medio, escribía sus apuntes y memorias. En unos cuadernos de cien hojas, rayadas, fechados por bimestres, guardaba las cataduras de la vida, los tachones de muchos instantes que tatuaron pisoteadas crueles en la casona de la hacienda. 

El incierto, las memorias, le goteaban a los dedos, al estilógrafo, a los cuadernos de cien hojas, rayadas, a las hojas de papel periódico. El maestro desnudo de su memoria, guardaba su voz apagada, las palabras de extravío, las voces de los otros que deambulaban en las sombras, guardaba el silencio de su esposa, de sus hijos, de quienes se marcharon y nunca regresaron. Ahí, en el escritorio, en el cuarto de estudio, en la buhardilla, a veces, en los potreros, lo sorprendía el goteo de la noche enmudecida, la liviandad del insomnio suspenso, en ocasiones, la madrugada entera.


Bogotá, Marzo de 2004
El Portal de Shamballa
germanpabongomez

Comentarios

  1. Me gusta, será que en cada uno hay un espacio de soledad y nostalgia. Y terminamos buscándonos a nosotros mismos, en un abismo insondable. Mi querido Dr. Es Usted un penalista que esconde un escritor; o un escritor que siempre se escondió en un penalista.

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    1. Es el oficio de la escritura, quizás ambos escenarios, ese es el oficio solitario de la escritura

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