El silencio de la página en blanco


Desde la buhardilla divisaba una terraza en la que se hallaba a la intemperie una mesa ovalada cubierta de lama de distintos morados, y alrededor seis taburetes construidos con orillos de pino.

El profesor se descubría tan habituado a la clausura en donde vivía lejano de la ciudad y distante de algarabías, que después de un cuarto de siglo de dormitar, asilado, en la buhardilla, aún le sorprendía despertar de madrugada, enrollar las persianas, asomarse a los ventanales, y encontrarse con la esplendidez de un nuevo amanecer en el campo. 

El profesor no necesitaba despertador, pues la una, las tres y cinco en punto, se las cantaba un gallo rumbo que roncaba a esas horas como si le estuvieran torciendo el pescuezo.

Desde el camastro, a través de los ventanales, entre el marco de una espesura de sauces llorones y araucarias, los cuales entretejidos alineaban dos hileras que parecían un callejón en embudo, se insinuaban las faldas del volcán Puracé.

Al despertar, saltaba del camastro, enrollaba las persianas de carrizo, se asomaba a los ventanales, divisaba el jardín ovalado, repleto de brevas, nísperos, frambuesas, duraznos, alcanzaba a percibir el olor meloso de las frutas, el olor a boñiga fresca, el olor a leche recién ordenada, y el soplar de la brisa que chocaba contra los cristales.

Cuando el profesor emigraba de la buhardilla, bajaba las escaleras de caracol, abría el portalón de entrada a la casona de la hacienda, recorría un sendero tapizado de adoquines, el cual comunicaba la casona de la hacienda con un establo, en donde mugían cincuenta y cinco vacas holstein con sus terneros mamones; recorría unos quince o veinte metros, y se dirigía a la enramada, contigua a la casona de la hacienda, al lado del fogón de leña, a la mesa de siempre, donde desayunaba con empanaditas de pipiám, café cargadito, recién colado, endulzado con panela, y con arepas de choclo asadas al fuego.

Las jornadas, con reincidencia, transcurrían entre la buhardilla y el óvalo de cristales a la orilla del río, entre el taller y el río manso que cantaba noche y día; se le fugaban entre el cuarto de estudio, la buhardilla, las teclas del computador, las hojas de papel periódico, de papel en blanco.

Cuando el profesor regresaba a la casona de la hacienda, sin detenerse en otros cobertizos, se dirigía a la enramada y de inmediato se sentaba en un taburete al lado del fogón de leña, en donde se servía el almuerzo, la cena atrasada...

En el cuarto de estudio dibujaba bocetos de tallas en madera, esculturas en bronce, hoja lata, hierro colado, y cada noche, sin interrupción, escribía sus libros, sus apuntes y memorias.

En unos cuadernos de cien hojas, rayadas, fechados por bimestres, guardaba las cataduras de la vida, y escribía los instantes de pisoteadas crueles en la casona de la hacienda. 

El incierto, las memorias, le goteaban a los dedos, a los lápices, a los cuadernos de cien hojas, rayadas, a las hojas de papel en blanco. 

El profesor desnudo de su memoria, guardaba su voz apagada, las palabras de extravíos, las voces de quienes deambulaban en las sombras, y guardaba el silencio de quienes se marcharon de la casona de la hacienda, y nunca regresaron.

Ahí, en el cuarto de estudio, en la buhardilla, a veces, de caminata en los potreros, lo sorprendía el goteo de la noche enmudecida, la liviandad del insomnio suspenso, en ocasiones, la madrugada entera.


germanpabongomez
El Portal de Shambahala
Popayán, mayo de 2015

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