El cumpleaños del Juez de Timbío
Aquella madrugada del domingo de ramos, cuando
Lorenzo Santamaría abrió los ojos, volteó a mirar el almanaque que colgaba de
la puerta del baño, y en medio del guayabo que le partía la
cabeza en cuarenta pedazos, advirtió que era el 9 de abril, el día de su
cumpleaños.
-¡Cómo se han fugado los años. ¿Cuántos de soledad
en este mismo cambuche? Treinta y pucho de años puebliando de juzgado en
juzgado y dando pedal sin cadena -dijo, en voz algo subida, mientras se
desperezaba mirándose al espejo.
Aquella era la inocultable realidad del Juez de
Timbío en el día de su cumpleaños, cincuenta y no sé cuántos.
Su entorno seguía idéntico e invariable. Ahí se
hallaba Lorenzo Santamaría en un apartamento de tres alcobas, un refugio de
cemento, ubicado en un barrio sin nombre, que había comprado a crédito, a
quince años, con el adelanto de las cesantías, y aun no terminaba de
pagar.
En su dormitorio, se hallaba la cama doble, testigo
muda de los vacíos de amores de siempre. Estirada en el piso en un tapete de
fique se veía a Sacha, su perra Golden Retriver de un dorado moreno, casi color
panela.
Sacha dormía con las patas encogidas, con la trompa
encima de un cojín, y parecía fundida en una modorra imperturbable, pues
borboteaba espumarajos por la trompa.
Acompañado de Sacha, su compañera inseparable, caminaba cuatro, cinco
y hasta seis horas, sin tregua, en persecución de la nada, por unas trochas
demasiado dilatadas, iluminadas por la luna que se hallara de turno; caminaban
a través de sábados, miércoles y domingos, por unas trochas que no conducían a ninguna parte, a ningún encuentro, a ninguna espera, quizás tan
sólo hacia el interior y exterior de ellos mismos, y juntos habían aprendido a
perder el rumbo entre las tinieblas y también a encontrarlo.
Lorenzo Santamaría y Sacha no encontraban respuestas acerca del porqué
desfilaban horas de corrido ahondados en el bosque, el cual, hasta donde
recuerdo, se extendía como unos tres kilómetros y medio por las afueras de
Timbío, y cuando se sentaban a descansar, por ahí en un claro del bosque, bajo
los ramales de un arbusto frondoso, a espantar el almuerzo atrasado, no cesaba
de echar lenguas con Sacha.
Cuando el Juez de Timbío se destapaba en monólogos, Sacha ondeaba el
rabo esponjado, subía, bajaba las orejas, las movía a izquierda, a derecha,
aflojaba lengüetazos que untaban de espuma la cumbamba de Lorenzo, y le
contestaba con aullidos de tonos diferentes: unos suaves, otros graves,
ascendentes, descendentes, sostenidos, como los de una loba en una noche de
luna llorona; eran unos aullidos, en los que el Juez de Timbío identificaba
de manera exacta las respuestas.
Acontecía curioso observarlos, pues a través de
miradas, brincos, meneos del rabo, aleteo de orejas, aullidos de tonos
diferentes, monólogos en regaderas, y hasta del silencio duradero, cuando se
miraban frente a hocico, se entendían y echaban lenguas por ratos.
A un lado de la cama se veía una mesita
auxiliar, sobre la misma, un radio de doce bandas, y en el piso un
baúl enchapado en cuero, en donde Lorenzo Santamaría guardaba innumerables
cartas, enviadas por los reclusos que había condenado a lo
largo de treinta y no sé cuantos años, y guerdaba las cartas que le escribió a Irene, su amor de
juventud, las que jamás llegaron, pues por la timidez que lo caracterizaba no
se atrevió a ponerlas en el correo.
En los fines de semana, cuando imaginaba la
presencia de Irene, las releía y al parecer se transportaba a los corredores
del Claustro de Santo Domingo, allá en la Facultad de derecho de la Universidad
del Cauca, cuando eran novios, pues a pesar del transcurso de veinticinco años
de ausencia, la seguía amando en silencio.
En el otro cuarto, se descubría un armario al que
llamaba biblioteca. En las rinconeras reposaban algunos códigos penales
sin vigencia; agonizaban como unas quince carpetas abultadas de cartón manila,
al parecer con la selección de sus mejores sentencias como juez penal del
circuito; una máquina de escribir Olivetti, demasiado oxidada, sin las teclas
de las vocales, y un arrume de expedientes, amarrados con cabuyas mugrientas,
con las caratulas aceitunas demasiado enmohecidas.
Hasta donde alcanzo a recordar, era una colección de mamotretos de
asesinatos y otros delitos menos punzantes, los cuales año tras año habían sido
sus lecturas recurrentes durante treinta y pucho de años como juez penal
municipal y penal del circuito.
Lorenzo Santamaría se acomodó en el escritorio, se
sirvió dos tragos dobles de aguardiente caucano, bebió a sorbitos, hasta el el
fondo, prendió un cigarro sin filtro, de manera lenta con tambaleantes
movimientos en círculos, alzó la mirada hacia el techo, y como si se
tratara de un suspiro reprimido, expulsó la primera bocanada que se elevó
hasta el techo. Al instante sumido en la tristeza explotaron dos lagrimones que
humedecieron su arrugado rostro.
Llamó a Sacha, y cuando se arrimo le lamió las manos.
La abrazó potente, le dio un beso grandote en el hocico, y como era su
costumbre empezó a hablarle, mientras ella con vivacidad le batía la cola.
-Oíste Sacha -le dijo- te voy a contar otro
capítulo de la novela que estoy escribiendo.
--!Guaaauu! ¡Guaauuu! -contestó Sacha, lamiéndole
la cara.
--Como te parece que ayer, al igual que la semana
pasada y el año pasado y como todos los que se me han fugado, siempre llegaron
a este escritorio y siempre me ocupé destos cuadernotes que vos ves aquí
desparramaos.
--¿Si los ves? Sólo papelones untados de prisiones
que jamás cesaron de contar historias de atracos, estafas, puñaladas,
machetazos, homicidios, alcaldes y gobernadores chanchulleros. Desas tragedias
que tantas veces te he chamullado y que le ocurren a hombres y mujeres de
los puaquí y los puallá, y que no se cansan de repetir.
--¡Oiste Sacha! A lo largo ya no sé de cuántos
calendarios. Pues esas calendas las tengo medio perdidas. Lo único que mi
cabezona ha hecho es revolotiar alrededor de códigos, artículos, incisos,
numerales, parágrafos y carretazos de inocentes y culpables. Paqué te digo
Sacha o cómo te dijera. Que volteo a mirar parriba, pabajo, patodos lados y
sólo desfilan caratulas amarillas descoloridas y arrumes de papeles amarrados
con cabuyas sucias.
--!Guaau Gauuuuu! ¡Guau Guuiiiiiiiiiii! -aullaba
Sacha, mientras lo miraba a los ojos y batía el rabo en direcciones opuestas.
--Paque te des cuenta de la vaina. Ahora si te puedo
medio contar, cómo es que se respira en los guacales. Esos, esos guacales de
los despachos judiciales puallá en los pueblos.
-Allá la vida de jueces, fiscales, secretarios y litigantes.
Imagináte Sacha, allá la vida sólo baila al compás de los teclados
de las Olivetty, y pa completar el danzón con las letras formatiadas de
indagatorias, calificaciones, sentencias, y vuelve y juega.
--Allá, la puerca vida se acorta entre oficios,
comisiones, memoriales, inspecciones e interrogatorios y dále que dále.
--Cómo te dijera, entre papelones y sentencias que salen y expedientes
que viajan y regresan cuando te las confirman o patarribean, dependiendo del
marrano de turno.
--Tanto así, que a veces por las mañanas cuando llego a la
oficina me siento como si me hallara encanao en el lugar del camello, y por las
noches cuando regreso a dormir al cambuche, me parece como si me
hallara en detención domiciliaria.
--¡Es que mirá Sacha!, poné cuidaooo, ¿A vos no te
parece tenáz quete hubieran dado la oficina del juzgado por cárcel, sin manera
de pedir libertad provisional sino después de veinticinco años de canazo mal
remunerao... hasta cuando te llegue la jubilación?
¿Te imaginás vos allá encaletada voliando máquina
de escribir mañanas y tardes enteras? ¡De seguro que hasta ladrar se te había
olvidaooo y ni la cola batirías!
--Paqué te digo, que a veces me siento como
si tuviera mi alma colgada de un expediente desos que ves amarrados con cabuyas
mugrientas, y me parece como si este pucho de vida se me hubiera enredado entre
los índices y páginas del código penal.
Oíste
Sacha, deso que llaman doctrina y deso que llaman jurisprudencia se me fugaron
los años, y tremenda carrilera sin vagones... la que tuavía falta.
Ayer se me reventó la úlcera con eso que llaman síndrome de articulitis.
Patología funeral pala cabezona que de a poco a poco te va secando las
neuronas sin reversa. Desa joda incurable que padecen abogados,
jueces, fiscales y magistrados. Y lo que es más tenaz, a veces sin darse
cuenta.
A veces Sacha, te cuento que siento como si
hubieran marcado mi cabezona, con uno o tres o no se cuántos articulitos
desos códigos penales sin vigencia.
-Imagináte... esa es la única palabra favorita en los establos de la justicia por donde he pasado buscando la jubilación que necesito. Pero los artículos deste código penal, a la larga son como una sinfonía inconclusa. Y a veces, parecen como un caimán hambriento, y otras, como un poemo, pues al fin de cuentas son un puente entre la odiosa cárcel y la bendita libertad.
-Imagináte... esa es la única palabra favorita en los establos de la justicia por donde he pasado buscando la jubilación que necesito. Pero los artículos deste código penal, a la larga son como una sinfonía inconclusa. Y a veces, parecen como un caimán hambriento, y otras, como un poemo, pues al fin de cuentas son un puente entre la odiosa cárcel y la bendita libertad.
-Guauu! ¡Guauu! ¡Guagueeeeeeeeeeee! -aullaba Sacha,
mientras daba vueltas en círculo alrededor del escrito-
¡Pero fijáte Shacha! que las jodas esas de la tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad y dese pocotón de enredos que chamullan los abogados, de las que vos no entendés nada de nada y mejor que no entendás ni mierda porque terminarías medio sordomuda. A la larga son vidorria y a la larga sirven palguna mierda, pues terrible sería que se convirtieran en símbolo de la muerte.
¡Pero fijáte Shacha! que las jodas esas de la tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad y dese pocotón de enredos que chamullan los abogados, de las que vos no entendés nada de nada y mejor que no entendás ni mierda porque terminarías medio sordomuda. A la larga son vidorria y a la larga sirven palguna mierda, pues terrible sería que se convirtieran en símbolo de la muerte.
Cuando terminó de hablar, cuál sería la sorpresa
que se llevó Lorenzo, al punto que atónito ante el espectáculo que se
deslizaba ante sus pupilas, alzó la garrafa y de un solo jalón se mandó un
buchado de aguardiente caucano. De repente, observó que a Sacha se le hincharon
los cachetes, se le crisparon los pelos de la cola, desbordaron los ojos como
si la estuvieran ahorcando, empezó a chorrear babas, a jadear y jadear y en vez
de ladrar, de manera prodigiosa silabeo sus primeros sonidos articulados y le
dijo:
-Guaauuliizz
Guauuiiileaños Goouiiiiiiiiirenzo!
germanpabongomez
Bogotà, septiembre de 2014
El Portal de Shamballa.
Fascinante... Te felicito
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