!Lo tuyo es el arte!


Una tarde de un domingo de agosto, me hallaba en el callejón, en el burladero de periodistas, cuando Antonio Santamaría debutó como novillero, con picadores, en la monumental plaza de toros de Ambato, allá en el Ecuador. 

Esa tarde invitó al Taita y la Nana a la novillada, pues anhelaba brindarles, por primera vez, las banderillas al quiebre, las faenas redondas de naturales y las cuatro orejas del tercero y sexto de su turno. La Nana no asistió a la novillada, si mal no recuerdo, jamás asistió a las presentaciones de Antonio, porque repudiaba que su muchacho se ganara los trofeos, en el filo del abismo, en los trajines de la muerte aledaña. 

Cuando Antonio puso el primer par de banderillas, al quiebre, al segundo de su turno, se me escapó un alarido cuando cosechó una voltereta que lo puso a masticar la arena de la plaza de toros. En la faena de muleta, tocadito por el duende, con un frenesí casi místico, con esa plástica torera que transcurría en segundos, la cual se creaba y borraba en instantes de la gracia perfecta, avivando los instantes sin muerte, la embestida de cuernos hambrientos, con pasmosa lentitud y entregada repetición de naturales, derechazos lentos, exactos, se extasió con una sinfonía inconclusa de lances limpios, ceñidos a la cintura, detenidos en cámara lenta, los cuales se eclipsaron de repente. 

Esa tarde, bajo un cielo encapotado, rayando las cinco y media, estalló la algarabía en los tendidos, rechinó el clarín, el primero, segundo, el tercer aviso, y el segundo de su turno regresó hecho tirones, regresó medio difunto a los corrales. 

El Taita se hallaba en el callejón frente al burladero de ganaderos, y a empujones, abrió pasadizo entre los subalternos que se cubrían en el burladero de matadores, pisó el redondel y se dirigió al encuentro de su muchacho quien caminaba lento, maltrecho, con las narices reventadas, con el punzante reproche del petardo, el mentón clavado en la atadura de la corbata vino tinto, y la cabeza doblada sin mirar a los asistentes, quienes lo abucheaban sin descanso. 

Cuando el Taita lo abrazó potente, la algarabía se adormeció en los tendidos, y cruzándole el cuello lo besó en la frente, en las mejillas, en las manos untadas de derrota, pero antes de regresar al callejón y abandonar la plaza de toros, con la voz hecha picadillo, entrecortada por el llanto, le alegó con una voz demasiada subida:

-¡Antonio Santamaría El Quijote! Lo tuyo es el arte. ¡Lo tuyo no es el oficio de matarife!

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